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Carlos Montemayor - El Cid de los prealpes

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Los tarahumaras, pueblo milenario que habita hoy en las montañas de Chihuahua, en la Sierra Madre Occidental (ellos se autodenominan rarámuris), piensan que los sueños son el recorrido que el alma efectúa mientras la persona duerme. O mejor, que los sueños son una parte peculiar de la actividad de las almas, una manifestación orientadora de sus facultades interiores en el acercamiento a los rostros de la realidad tangible. Pero no siempre esa facultad que el alma tiene para recorrer el mundo se corresponde con la capacidad de la persona para controlar ese recorrido; es decir, no todos tenemos la suficiente fuerza interior para mantenernos en estado de alerta durante el sueño y no “perder” momentánea o fatalmente el alma misma. Los que poseen tal dominio, los que pueden mantener la vigilia necesaria para no perderse en los recorridos de los sueños, sino incluso dirigirlos, pueden ayudar a los que carezcan de esa facultad a reencontrarse con sus almas cuando están vivos o a encaminarse correctamente hacia lo recóndito cuando han muerto. Esos hombres capaces de dar esa ayuda son los owirúame o curanderos, muy  respetados entre las comunidades rarámuris. Mientras más elevada sea la dignidad del owirúame, más necesaria será una preparación interior, una evolución o fuerza espiritual y mental que no será fácil encontrar en otros hombres. Este vigor espiritual es la base de su profesión y será imposible entenderla o respetarla fuera de la propia cultura en que ese conocimiento florece.

La cultura occidental tiene fuertes paralelismos con la concepción del sueño como actividad sagrada. El judaísmo, por ejemplo, durante milenios ha basado en los sueños gran parte de su espiritualidad y contacto con Dios; hay numerosos testimonios de ello en la Biblia, el Talmud y en las recurrentes historias de soñadores en las comunidades judías de varias partes del mundo. El cristianismo no ha podido desligarse tampoco de los sueños, visiones y revelaciones como otros tantos caminos indudables de comunicación con Dios, como resalta en el libro del Apocalipsis, en muchos episodios de las vidas de santos y de fundadores de órdenes religiosas, en premoniciones y apariciones de la Virgen. Durante el siglo XX y XXI, los individuos que incursionaron en las terapias psicoanalíticas han tenido en los sueños una de sus más importantes actividades de introspección. Los rarámuris también tienen en los sueños una de las actividades de más relevancia para su propio conocimiento y uno de los temas que con más frecuencia se convierte cotidianamente en conversación de familia o de grupos de amigos. Tal reflexión constante los reafirma en la lógica, decíamos, de que los sueños son el recorrido que el alma efectúa mientras la persona duerme.                                                                             

Traigo esto a colación porque en los años anteriores a mi primera visita al Friuli, soñé varias veces con una gran montaña que me atraía vivamente por las cumbres nevadas que la rodeaban y que parecían brillar, estremecerse en una danza contenida. Yo la contemplaba sintiendo el vértigo de una fascinación que amenazaba con pulverizarme quizás, con estallar como una llamarada de luz que cubría la tierra, el paisaje entero, el cielo, las nubes. Parte del asombro fue que en esos sueños se trataba de la misma montaña, una y otra vez.  Años más tarde encontré la montaña en el Friuli. Era ella, la misma; al descubrirla, pedí que detuvieran el vehículo a un lado de la carretera, camino a Gemona, para contemplarla. Rodeada de cumbres nevadas en una danza inmensa y blanca que se hundía en el firmamento, parecía un gran surtidor de luz que me sujetaba e incendiaba, que me atraía y desintegraba, que me elevaba hacia la luz y me rodeaba de frío y fuego.

Volví a verla una mañana de noviembre del año 2006. Danilo De Marco manejaba a gran velocidad el vehículo y le pedí que se detuviera cerca de un puente, camino a Bordano, para que pudiéramos mirarla. Otra vez, ante ella, me recorrió el vértigo y la llamarada de luz, la danza de cumbres nevadas y brillantes. Pero esa mañana, como dije, no iba a Gemona, sino a Bordano. Era el motivo de mi visita. Era la razón, quizás.  Esa mañana conocí al Cid y comprendí varias cosas de los sueños y de la vida.

“El Cid” es el nombre clandestino, el nombre de lucha, de Sergio Cocetta, que a los veinte años fue uno de los comandantes partisanos del Friuli, un comandante estricto, riguroso, dotado de un peculiar sentido de lo justo en el trato de los partisanos y con una profunda calidad humana que hacía olvidar lo estricto de su mando. Poderoso por su introspección, por su lenguaje nítido y calmo, por su visión interior del mundo, de los seres, de la memoria histórica, es también uno de los espíritus más fuertes y poderosos que yo he conocido en el mundo. Tanto por mis sueños con la montaña cercana a su casa, como por la intensidad de la presencia del Cid, sentí vivamente los recuerdos de la sierra tarahumara y de los sipames y owirúames, que llaman a los pueblos rarámuris las columnas del mundo. Lo mismo me parecía reconocer en la fortaleza física e interior del Cid: con otro color de tez y de ojos, con otra vestimenta y en otras montañas, era palpable la seguridad interior, la conciencia natural de las columnas del mundo. Estaba yo, otra vez, en montañas diferentes, con uno de ellos. Hace poco tiempo, cuando él estaba por rebasar los ochenta años de vida, aún recorría en bicicleta, en verano y en invierno, las carreteras de la comarca, particularmente para trasladarse a Venzane, donde comíamos con él cuando lo visitábamos. Ahí hemos conversado, caminado, visitado algunos sitios. Una vez fuimos a la vieja iglesia de piedra de Venzane, que estaba cerrada; le pidió al párroco que le abriera y nos dejara entrar para que yo cantara. El Cid fue a sentarse en las últimas filas de la iglesia vacía y canté el Ave María de Schubert. Ahí descubrí un secreto de su introspección: acudía a la iglesia a reflexionar, a recordar; no iba a las misas, sino al silencio y soledad del espacio, de la atmósfera. Los restos de muros que los venecianos erigieron siglos atrás, las escarpadas montañas de los Prealpes que ahí se inician, la majestad de la gran montaña, hallaban una especie de reproducción a escala en la adusta iglesia de piedra. En una fotografía histórica de la carretera que sale al norte de Údine se ve un letrero enorme con la advertencia en alemán: Bandengebiet/ strasse cividale-Udine/ nur im geleit befahrbar/, y con la advertencia en italiano: Zona infestata dalle bande/ estrada cividale-Udine/ puo essere soltanto percorsa con la scorta/. En alemán sólo dice “Zona de bandas”; en italiano se agrega “infestada”. En ambos idiomas se explica que sólo puede recorrerse la carretera con convoyes o escoltas militares.Es una vieja tradición llamar bandidos a los guerrilleros, particularmente cuando combaten a ejércitos invasores. Así llamaron los turcos a los guerrilleros griegos que los resistían: kleftés, bandidos. En México también ha ocurrido lo mismo desde Hidalgo y Guerrero, Villa y Zapata, hasta Lucio Cabañas y los jóvenes combatientes reprimidos durante la Guerra Sucia en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX.  En la sierra de Atoyac, Lucio Cabañas contaba que se ocultaban sus puñados de guerrilleros en la profusa vegetación al paso de contingentes militares; que los soldados pasaban a uno o dos metros de ellos y debían en ocasiones casi contener el aliento. Lo mismo me contó el Cid: en invierno, en las montañas de los Prealpes, entre la nieve y la espesa neblina, a veces tenían que contener el aliento pues los contingentes alemanes pasaban a uno o dos metros de ellos. En diferentes montañas y en diferentes luchas libertarias, la neblina abundante protegía a los combatientes como también lo hizo la vegetación feraz.

Una tarde en Venzone me preguntó con una voz lenta y baja, de reflexión, de confidencia, como entonaba también la voz mi padre. “¿Quién eres? ¿Por qué has venido ahora? Trato de recordar quién eres. Somos los mismos, somos de los mismos”. Su vigor interior, su presencia familiar, provocaba, en efecto, la peculiar sensación de haberlo conocido siempre, de haberlo reencontrado. La última vez que salimos de Bordano, habiendo dejado al Cid ya en su casa, pedí a Danilo que detuviera el vehículo en que regresábamos cerca del puente para despedirnos de la gran montaña. Admirándola, comprendiendo ahora que, entre otras cosas, vecina al Cid, ella de algún modo lo custodiaba, tuve presente mi primera conversación con él: “Es el Ciampón”, me había dicho el Cid. “Le decimos Ciampón porque es Monte Mayor. Es un nombre prelatino”. El Cid y los Prealpes, la fuerza y la memoria del Cid en los caminos inesperados de los sueños.